Tha last day I literalmente aluciné, cuando, a la veterana edad de 48 años, pude poner por fin mis manos, libremente, en un teclado que, creo que sólo a falta de dos escalas, y por el módico precio de 100 euros, chispa más o menos suena exactamente igual que un piano (de pared), amén de los infinitos efectos que los adelantos electrónicos dotan a un ejemplar de esta especie. Mil años ha, dos niñas de ocho y nueve para diez años rezaban dos o tres noches a la semana para que el conservatorio saliera ardiendo, por ejemplo, con el fin de poder suprimir de sus vidas la tortura que les suponía aprender solfeo y guitarra (clásica) rodeada de compañeros que, como mínimo, les duplicaban en edad (recuerdo cómo mi hermana Eva, y ante mis intentos por explicarle en qué consistía la numeración con la que se representa los distintos compases al inicio del pentagrama, me decía: ¡pero, Sofía, es que yo aún no he dado los quebrados en el cole!). El caso es que a veces también disfrutábamos, como en esas ocasiones en las que a hurtadillas mirábamos por la rendija de la puerta de alguna de las pequeñas aulas del conservatorio y oíamos y veíamos a alguien tocar el piano. No fallaba, ese día, casi con toda seguridad, le espetábamos a mi padre de vuelta a casa: "¡Pero, papá, si al menos aprendiéramos piano!".
Un imposible. Para meter un piano en el piso habríamos tenido que sacar antes una cama o un ropero, o un par de ellos. No hablemos ya de costes monetarios.
Me alegro por mi sobrina Sofía, y hasta por mí (no descarto adquirir uno de éstos). Por ahora le regalo esta fotografía a ella mientras pienso si mis manos no hubieran crecido más estilizadas (y las tuyas, Eva, y las tuyas) caso de que mis padres se hubieran podido permitir introducir un piano en nuestras existencias, en vez de contar con los cinco dedos de mi mano izquierda con sus yemas más endurecidas (bueno, ahora doloridas, cojo la guitarra más de tarde en tarde).
Tweet |
No hay comentarios:
Publicar un comentario