Siempre he disfrutado más viéndolos que comiéndolos, aunque hoy en día existen porque nacen para ser alimento. Son el símbolo de la naturalidad de las necesidades humanas, y yo, aunque ya no me acuerde casi ni de a qué sabe (ni falta que me hace), sí sé cómo se crían. Y cómo hay que matarlos. Y descuartizarlos.
Duele oírlos chillar, pero de hipócritas e ignorantes es no reconocer que GRACIAS a ellos, somos más inteligentes, y, por eso mismo, y aunque parezca mentira, hoy mueren menos personas de hambre, y hasta de enfermedades. Debemos a ellos gran parte de los descubrimientos médicos. Es el organismo más parecido al humano (por dentro). A los machos los castran una vez que han cumplido sus respectivas misiones reproductoras para que sus carnes no sepan mal, son los machos los que nos comemos, son los machos los que han endulzado nuestra boca y llenado nuestro estómago por los siglos de los siglos aunque algunas religiones (siempre la ignorancia) los reconozcan como animales impuros.
Son el símbolo de la prosperidad decente, se crían casi en el desierto, la dehesa en verano.
Ya quedan pocos.
El intento de adaptación a las exigencias arancelarias norteamericanas y europeas promovido por algún gobierno hace diez años o más los ha ido eliminando del superávit de la economía básica de miles de familias españolas. Nos olvidamos de lo que somos, y eso que nos cuesta dolor aprenderlo. No tenemos remedio (algunos).
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